El problema quizá debamos buscarlo en la progresiva conciencia que adquiere la población sobre la enorme desigualdad social que ha producido este mismo sistema, emanado de las políticas pinochetistas y perfeccionado por los gobiernos de la centroizquierdista Concertación. Es decir, tras la partida de Pinochet como gobernante, le sucedió una coalición que lejos de cambiar la estructura económica para intentar favorecer a los sectores más desamparados, la mantuvo y la llevó al extremo literal de la ideología neoliberal en que estaba sustentada.
La economía chilena ha crecido a paso firme los últimos 25 años. Los índices macroeconómicos se han mantenido estables, el país cuenta con enormes reservas y al menos con una decena de poderosos grupos económicos en el ámbito internacional.
Sin embargo, parte importante de la población vio pasar este cuento de hadas ante sus ojos sin llegar a recibir casi nada de ese enorme dinamismo económico que ostentaba el país.
Por el contrario, los salarios de los trabajadores siguen siendo de los más bajos de la región, y simplemente a las familias no les alcanza ni para cubrir una mínima parte de su subsistencia con ese salario. Cada familia debe hacer malabares financieros cada mes para poder comer, desplazarse, pagar servicios de agua, luz, gas, vestirse, cancelar dividendos de la casa que habitan, mensualidades de colegios y medicinas. Normalmente, apenas alcanza para mal comer, y eso sólo reventando tarjetas de crédito de multitiendas y supermercados, que se pagan a posteriori a precios usureros. Es decir, más de un 80% de la población chilena sobrevive gracias a la bicicleta financiera, sumida en el estrés y eternizando las cuotas de lo que necesita consumir. Es la realidad generalizada del exitoso modelo chileno.
Parte del descontento ciudadano y de la impopularidad del actual gobierno tienen su raíz en este agotamiento de la paciencia ante un sistema que lejos de dar señales de mejoramiento, sólo ha seguido mostrando las múltiples caras de su perversidad. Pasó con las tres principales cadenas de farmacias, cuando se descubrió que estaban coludidas para subir los precios de los medicamentos en hasta un 1000%. Pasó con la Multitienda La Polar, cuando quedó al descubierto que había estafado a más de un millón de chilenos, obligándolos a renegociar sus deudas a tasas absurdamente altas. Sigue pasando con las universidades privadas, que lucran con dinero fiscal y estafan a sus alumnos. Sigue pasando con los colegios subvencionados, donde los empresarios que los manejan siguen recibiendo enormes sumas de dinero estatal que se guardan para sí.
Hay un aspecto de la estructura educacional chilena que causa escozor en gran parte de la población, y es que tanto colegios como universidades que reciben dinero estatal para su funcionamiento, lucran y se enriquecen con ese dinero. El gobierno actual, compuesto mayoritariamente por grandes empresarios, ha desoído el clamor de las protestas, negándose de plano a cambiar la estructura del sistema educacional.
Digamos que desde que Sebastián Piñera está en el poder, prácticamente no se ha respirado un clima de tranquilidad en el país. Los estudiantes universitarios y secundarios no le han facilitado las cosas, volviendo a ratos ingobernable una parte importante del sistema de educación pública.
Desde la última gran movilización estudiantil que se efectuó el pasado 8 de agosto, y que congregó a varios cientos de miles de estudiantes, se han venido sucediendo escaramuzas diarias entre las fuerzas policiales y los estudiantes más radicales.
Hoy, la mayor parte de los colegios públicos emblemáticos de Santiago se encuentran tomados por estudiantes. Y aunque la policía los desaloja, al rato se los vuelven a tomar. Parte de las universidades públicas están siguiendo el mismo camino.
Las protestas callejeras son violentas, con el despliegue de una fuerza policial muchas veces desproporcionada, y una no menos violenta respuesta de los estudiantes, culminando cada jornada con cientos de detenidos y decenas de heridos de lado y lado.
Durante los últimos días, las protestas se han multiplicado y radicalizado a lo largo del país. Han surgido nuevos líderes, cada vez más jóvenes y temerarios, como Eloísa González, la aguerrida vocera de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES). De 17 años, activista desde los 11, lesbiana y sin partido político, ha llamado a boicotear las elecciones municipales de octubre próximo y ha desafiado a las autoridades y al presidente. “Hemos iniciado un nuevo estallido social”, anunció ante la prensa.(huffingtonpost.com)