La mujer latinoamericana, la más poderosa y la más maltratada

En los mismos países en los que se registran las tasas más altas de asesinatos por violencia de género y las mayores proporciones de embarazos adolescentes, las mujeres han logrado los más espectaculares niveles de participación política femenina del mundo.
Latinoamérica, un subcontinente marcado por la desigualdad, pero también por el éxito económico en plena crisis, maltrata a sus mujeres y, al tiempo, estas están alcanzando unas cuotas de poder desconocidas incluso en la mayor parte de los países europeos, donde, por ejemplo, aún no han conocido a una presidenta o primera ministra electa, algo que en esta zona del planeta quedó ya inaugurado en 1990 con Violeta Chamorro en Nicaragua y que hoy empieza a ser un hecho poco menos que ordinario.

 

 

En este momento, el 40% de la población del subcontinente americano está gobernado por mujeres: Dilma Rousseff en Brasil, Cristina Fernández en Argentina y Laura Chinchilla en Costa Rica. Se postula con posibilidades para ocupar la presidencia de la república la mexicana del partido gobernante, PAN, Josefina Vázquez Mota. En caso de que en julio ganara las elecciones, el porcentaje de ciudadanos latinoamericanos gobernados por mandatarias se elevaría al 60%. De nuevo, el gran contraste latinoamericano quedaría más al descubierto siendo México un país en el que aún hay Estados que justifican los crímenes por honor y en el que hay zonas donde las mujeres son perseguidas, torturadas y salvajemente asesinadas en aquelarres de sangre que están devastando a una parte importante del país.

Al margen de la extrema violencia en la que ha sumido el narcotráfico y la corrupción a algunas regiones, México registró en 2009 un total de 1.858 asesinatos machistas, una cifra del Instituto Nacional de las Mujeres que no figura, sin embargo, en las estadísticas oficiales que recopila la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe). En tales estadísticas se observan elevadísimos índices de muerte de mujeres a manos de su pareja o expareja, con récords impresionantes en países como San Vicente y las Granadinas, Uruguay y la República Dominicana.

En México, a la violencia de género se une el asesinato de mujeres fuera del ámbito familiar en lo que se conoce como feminicidio, un fenómeno que conmociona al mundo entero y por el que el Gobierno de la república ha sido condenado por no perseguir a los culpables ni proteger suficientemente a las víctimas por parte de la Corte Iberoamericana de Derechos Humanos. En ese mismo país las mujeres gozan hoy de un tirón electoral incuestionable, razón por la cual Josefina Vázquez Mota parece verse obligada a advertir: “No quiero llegar a la presidencia solo por ser mujer, sino por lo que propongo”.

¿Cuál es la razón de que en Latinoamérica haya un contraste tan pronunciado sobre el estatus de las mujeres?” Ah, esa es la pregunta del millón”, responde María Jesús Aranda, exdefensora del pueblo de Navarra y ahora asesora de género de la Segib (Secretaría General Iberoamericana). Es la pregunta del millón porque Aranda no cree que los patrones machistas de Latinoamérica sean distintos de los del resto del mundo. Señala el alto índice de abandono escolar, la alta mortalidad materna (relacionada por lógica con esa carencia educativa) y la ausencia de datos suficientes para conocer en profundidad, por ejemplo, el fenómeno del feminicidio, que la Segib está analizando. Tampoco hay datos exhaustivos todavía para saber si la violencia contra las mujeres está en aumento o, por el contrario, decrece. De momento, sobre el feminicidio solo hay una foto fija, aunque algunos análisis señalan que hay un repunte importante, sobre todo en el llamado triángulo negro (El Salvador, Honduras y Guatemala), una zona (junto con México y Costa Rica) en la que se registra un boyante mercado regional de explotación y trata de mujeres.

Junto a realidades sociales de una crudeza pavorosa, hay datos muy positivos que mueven a la esperanza. Aranda habla de la mejora educativa de las latinoamericanas. María Emma Mejía, exministra colombiana de Educación y de Exteriores y ahora secretaria general de Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), también lo destaca. “En educación superior se ha superado a los hombres. El 53% de los universitarios son mujeres. Estas están ocupando puestos de poder muy importantes y cuando eso sucede se producen los cambios legislativos más importantes. El caso de Michelle Bachelet en Chile es ejemplar a este respecto. Durante su mandato se hicieron logros sin precedentes, como el derecho al divorcio”.

Bachelet, tras una dura batalla, logró también que se aprobara el uso de la píldora del día siguiente para reducir el número de embarazos adolescentes, un fenómeno que lastra profundamente las expectativas vitales femeninas. Pero las derrotas de mandatarias como la chilena para mejorar las condiciones de vida de la población femenina son también sonadas. En plena campaña electoral, Dilma Rousseff concedió una entrevista a Marie Claire en la que afirmaba que el aborto es “una cuestión de salud pública” y añadió que hay demasiadas mujeres en Brasil que mueren por abortar en circunstancias precarias. La presión de los católicos y de las iglesias evangelistas le obligó a desdecirse y a renunciar a cualquier proyecto de despenalizar el aborto en un subcontinente en el que solo hay ley de plazos en Cuba y Ciudad de México y en el que los casos de adolescentes violadas y obligadas a ser madres no son extraordinarios. Ocurre, aunque no solo, en la Nicaragua de Daniel Ortega, donde ni siquiera se puede recurrir al aborto en caso de violación. En Argentina, Cristina Fernández ha logrado legalizar el matrimonio homosexual, pero el Parlamento ha rechazado finalmente la ley de plazos que hubiera permitido el aborto y puesto freno a la sangría de los abortos clandestinos. En Latinoamérica mueren cada año 4.000 mujeres en los cuatro millones de abortos ilegales que se registran. Los índices de maternidad adolescente son elevadísimos. Los de Nicaragua, Honduras o Panamá (los más altos de Iberoamérica) casi multiplican por 10 los que se registran en España o en Portugal, según los datos del Observatorio de Igualdad de Género de la CEPAL.

Detrás del yugo que oprime a las latinoamericanas está la férrea alianza entre la Iglesia y las clases dirigentes. La presión social es tan fuerte que, según la periodista de Clarín Matilde Sánchez (artículo de EL PAÍS del 10 de febrero de 2011), lleva a la paradoja de que las mujeres tengan poder, pero no disfruten a nivel social de auténtica igualdad debido a la estructura conservadora de las familias y el papel de la mujer dentro de ellas.

Para Walda Barrios-Klee, asesora de la Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas, la extraordinaria violencia que sufren las mujeres sería achacable, sin embargo, a su mayor independencia. Su mayor protagonismo en las esferas de poder, según María Emma Mejía, se debe a una férrea voluntad política (11 países han establecido cuotas femeninas) y a la peculiar fuerza de las latinoamericanas. “Recuerdo que durante las negociaciones de paz [en Colombia] tuve mucho contacto con el medio rural y es verdad que ahí a las primeras que sacaban de la escuela era a las niñas, pero también que casi la totalidad de los liderazgos sociales contra los narcotraficantes, por ejemplo, eran femeninos”, cuenta Mejía.

Frente a la corrupción (principal generadora de la extrema violencia) que azota algunas áreas de América Latina, las mujeres son percibidas por las poblaciones de los distintos países como buenas gestoras. Los sondeos realizados por la CEPAL demuestran una opinión favorable hacia el liderazgo femenino, que intentan frenar, sin embargo, los grandes partidos, según datos de esas mismas encuestas. “Se las percibe como más eficaces, más comprometidas y más comprensivas”, puntualiza Mejía, “algo que yo creo que es universal y veo también en el liderazgo de Angela Merkel en Alemania, por ejemplo”.

Ellas pueden ser implacables también contra las irregularidades, y a este respecto se utiliza el ejemplo de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, que ha soportado la difícil prueba de prescindir durante su primera etapa de mandato de hasta siete ministros acusados de corrupción. (El PAís)

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